Existe un orden jerárquico en todo el universo; desde lo más grande a lo más pequeño y reconocer ese orden, respetarlo, aceptarlo y ajustarse a él, hace la vida más simple y sin esfuerzos .
Dentro de ese Orden y Leyes universales está el «honrar al padre y a la madre».
Ser madre o padre no es un oficio, es un estado, que comienza a «gestarse» con el nacimiento del hijo y va tomando forma y realidad cada día, a la par que el hijo crece y se desarrolla.
El reconocimiento y respeto por las personas que nos han dado la vida, sin entrar en enjuiciarlos, nos hace cabales como individuos, nos proporciona la cualidad de completitud. Pero esto recién lo comenzamos a entender cuando nosotros mismos nos convertimos en padres y madres y entramos en el proceso, muchas veces doloroso, de deducir su verdadero significado, en toda su extensión y profundidad.
La mujer gesta y alumbra al recién nacido, -el bien supremo-, y se convierte entonces en madre. Es esa cualidad y atributo lo que los hijos deben respetar y agradecer, independientemente de si ha sido «buena o mala» madre o padre.
Para que en una persona haya un desarrollo completo debe integrar interiormente a ambos progenitores. Desde ese registro consciente, como eslabón de un parentesco de sangre, uno debe asumir su identidad y reconciliarse de forma total consigo mismo y con los que fueron dadores de su vida -haya sido consciente o inconsciente de ello-. Este es un proceso curativo para limpiar y liberar patrones emocionales que benefician inclusive a las próximas generaciones.
No le corresponde a los hijos juzgar a los padres. Porque las relaciones pueden romperse, podemos darle la espalda, pero el vínculo es permanente, perpetuo. El respeto hacia nuestros progenitores es fundamental para sentir paz en el propio corazón. El reconocimiento y agradecimiento es esencial para que la llama del Amor permanezca viva y se extienda.