
Nos aferramos a emociones no resueltas, que nos hicieron daño. Muchas veces esas situaciones pasadas crean sentimientos de culpa, odio, deseos de venganza o rabia y cargamos con ello toda la vida, limitando nuestra capacidad de ser felices.
Perpetuar el daño, al no sentirse uno capaz de perdonar, nos ata al infractor. Y ese dolor que debía disolverse con el tiempo lo mantenemos vivo y cargamos con él, teniendo consecuencias limitadoras en nuestro presente.
¿El perdón se resuelve desde la toma de una decisión? ¿Se lleva a cabo el perdón desde la voluntad de perdonar?
La intención de perdonar es una acción pensada en primer lugar, por lo tanto resulta incompleta si no se hace también desde el corazón. La mente te engañará una y otra vez, mientras escondes el agravio y el dolor causado.
Muchas veces queremos perdonar, quisiéramos perdonar, pero la rabia o el resentimiento es mucho más fuerte. Queremos convencernos de que hemos perdonado pero el corazón sigue sufriendo en silencio, dolido.
No es fácil perdonar, para eso hay que sanar primero el corazón.
Un discípulo le preguntó a Jesús: «Maestro, cuántas veces tenemos que perdonar«, y él respondió: «70 veces 7«. Perdonar significa liberar a la otras persona y sanar el daño causado.
Entender nuestro dolor desde una perspectiva mayor nos ayudará a reconocer también al otro. Sin juzgar ni condenar, entender las circunstancias del otro se hace necesario. Y es la compasión la que puede convertir el dolor sufrido en piedad, que surge por si sola cuando somos capaces de comprender las imperfecciones y los defectos nuestros y de los demás.
No recurramos a la dureza que supone mantenerse a la defensiva o a la ofensiva. Primero perdonarnos a nosotros mismos para poder liberarnos de toda la carga emocional de dolor y rabia.
Vivir plenamente en el momento presente, ir dejando atrás los sentimientos de culpa. Porque el acto de perdonar no ocurre enteramente, por muy sincero que parezca, sino se hace desde un corazón que ha sanado la herida.