Tenía 34 años, me sentía llena de energía, en los mejores años de mi vida. Estaba viviendo en un piso de un pueblecito de Valencia, trabajando bajo estrés como directora comercial, con la responsabilidad de criar y educar a mis hijos que eran la razón de vivir. Pero no estaba contenta. No conseguía entender la vida y cómo debía vivirla para sentirme satisfecha y en paz. Lo que tenía claro era que como lo estaba haciendo NO me satisfacía.
Un día me pidió una pareja amiga que les llevase en el coche a la Sierra de Aitana en Alicante, donde vivía una familia muy querida para ellos. Me contaron que esta familia, lo habían dejado todo; su buena posición económica y social, por seguir sus creencias espirituales. Y para allá que nos fuimos.
No sé cómo sucedió, ya que ni siquiera había introducido la idea previamente en mi cerebro para procesar la posibilidad, pero… el caso es que una vez allí, después de un par de horas de estar charlando amigablemente y oírles decir que a ellos no les importaría compartir la casa -que era muy grande- con otra familia, les pedí que me aceptasen vivir con ellos.
Se quedaron de una pieza. Me miraron boquiabiertos. No podían articular palabra y así estuvieron un buen rato: mirándome sorprendidos. Después me dijeron que lo tenían que pensar detenidamente. Que, claro, ellos habían pensado en una pareja que pudiese colaborar en los trabajos de la casa y el campo. Una familia con no tantos hijos, pues ellos ya tenían cuatro. Pero que lo pensarían.
Y sí, unos días después me contestaron que por muy loca que era la propuesta, ellos aceptaban que fuese a vivir con mis hijos a su casa. El caserón estaba en lo alto de una montaña y desde allí, como si de un palco privilegiado se tratase, teníamos una vista inmensa hasta el horizonte.
Fue la época más feliz de mi vida. Formábamos una gran familia. No hubo nunca una discusión entre nosotros. Todo asunto que tuviese que ver con el dinero lo manejaban ellos, aunque se tratase de comprar la ropa que hiciese falta para mis hijos. Lo poco que yo tenía se lo entregaba a ellos. Y así era feliz. Nos repartíamos todos los trabajos de la casa y el campo. Hacíamos el pan, mermeladas, recolectábamos la manzana y la almendra, cuidábamos de la huerta… hacer todo eso me gustaba muchísimo, pero sobretodo, me llenaba el paisaje. Nunca me sentí sola y mis hijos también eran felices.
Julio y Elma seguían las enseñanzas de un maestro de Indonesia. Hacían un ejercicio muy sencillo varias veces por semana de “conexión” con las fuerzas celestiales o con el Ser Supremo, como cada uno quiera llamarlo. La cosa era muy libre y no requería hacer ningún juramento o comprometerse a nada así que cuando Julio me preguntó si me quería unir con ellos a hacer el Látija le dije que si, por curiosidad más que nada.
No había un lugar preestablecido, a veces nos íbamos a la era, debajo de las estrellas o también en el mirador que estaba más recogido y había unos asientos de piedra o dentro de la casa si hacía mal tiempo y los niños ya estaban acostados, daba igual el lugar. No había ceremonias ni rituales ni nadie dirigía ninguna oración colectiva, simplemente cada cual vaciaba su mente y pedía a Dios sentir Su presencia. A partir de ahí cada uno integraba en sí mismo su propia vivencia.
La experiencia más fuerte que yo tuve es muy difícil de ponerle palabras sin empobrecerla. En mi interior, desde cada célula de mi cuerpo, siempre vibraba un mensaje: “ten confianza” que se grababa en mi corazón.
Gracias por compartir tu camino con nosotros, desde luego toda una experiencia y muestra de valentía.