
Por una razón u otra, existe un descontento que primero achacamos a los demás para finalmente reconocer que ese enfado es con nosotros mismos.
Sucede cuando eludimos avanzar, bien por miedo o por no querer salir de una falsa comodidad. El sentimiento de vacío o frustración son habituales cuando nos sentimos obligados a ser o actuar de una forma contraria a nuestro verdadero carácter o personalidad. La infelicidad, que termina en depresión o ansiedad, también son síntomas del desencanto y desánimo por la vida misma, si no estamos ocupando el rol y el sitio que nos corresponde.
En el fondo lo sabemos pero nos resistimos a reconocerlo. Y de ahí surge el conflicto.
Quizás ese malestar nos está indicando que deberíamos renunciar a algún hábito que nos está perjudicando o limitando. Podría ser que debiéramos romper algún lazo afectivo que nos intenta manipular. El apego a ciertas creencias o personas que no nos permiten ser quien realmente somos, nos condicionan negativamente.
Este puede ser un período de limpieza, de reorganización y reevaluación. Asumiendo la responsabilidad de nuestra propia posición y haciéndonos conscientes de nuestra actitud y libertad de acción, puede que no ganemos pero nunca perderemos, ya que estamos atentos a adquirir las enseñanzas que la vida nos ponga delante.
No nos opongamos a experienciar y vivenciar la vida que nos corresponde.
Soltemos todo lo que nos hace dependientes y nos limita. Dejemos atrás la parte de nuestra identidad que ya cumplió su propósito.
Los únicos deseos válidos son los que están alineados con nuestro corazón. Lo mejor que podemos hacer para sentirnos satisfechos con nosotros mismos es que nuestro propósito de vida sea el más elevado y acorde con nuestra Conciencia.
Escribió George Sand «Dios ha puesto el placer tan cerca del dolor que muchas veces se llora de alegría».