Estaba con una amiga muy querida y de muchos años, en una situación que requería la solventásemos de inmediato. Ella propone digamos una mentira y yo con toda naturalidad le contesto que yo hace mucho tiempo que no digo mentiras… y ella se echó a reír como si yo hubiese dicho algo gracioso. Hay otras salidas más valientes.
A todo el mundo por lo visto le parece normal mentir pero les molesta e indigna que a ellos les mientan. Al consultorio vino una mujer con su hijo de 15 años quejándose a los gritos de que su hijo le mentía compulsivamente, que no podía confiar en él en absoluto, que qué podía hacer.
El caso es que ella, en una visita previa que habíamos mantenido las dos, me había contado que a veces mentía al muchacho para asustarlo y así conseguir le obedeciese. Pero no, las personas que tienen pobre escucha, no les puedes hacer ver las verdades.
Yo me di cuenta del daño que se hace uno mismo al mentir, aunque la mentira fuese «piadosa» o «blanca»… Cada mentira es una mancha negra y pegajosa en el corazón. Inclusive las mentiras que uno se dice a sí mismo, por supuesto. Las mentiras densifican nuestra mente. Nos esclavizan y nos roban energía.
Yo os animo a hacer la prueba de estar una semana sin decir una mentira. Observaros. Ni tan siquiera cuando os llaman por teléfono para venderos algo; decid la verdad, sin perder la amabilidad. «No estoy interesada, gracias» -y cuelgas- porque son insistentes.
Os sorprenderéis.