Cuando me fui a vivir a Ibiza

Año 1978. Estaba tan a gusto en Ibiza,  viviendo en una isla, como en mi niñez, que estaba convencida que definitivamente ya no me movería nunca de allí. Cuando veía a las ancianas ibicencas, vestidas de negro, con su falda ancha y larga hasta los pies,  una toquilla,  un pañuelo a la cabeza por el que sobresalía una trencilla larga de pelo cano y un sombrero ancho de paja encima, yo le decía a mi hija “mira, cuando yo sea viejecita, me vestiré así”. Yo tenía entonces 31 años.

Había conocido a alguna gente interesante. Personas que habían dejado atrás una vida ajetreada y que como yo, buscaban  armonizar con la naturaleza: Hipis les llamaban; era gente alternativa que no encajaba en la sociedad de consumo. Los había ya bastante mayores, norteamericanos que habían abandonado su país por los años 60, con el ideal de “haz el amor y no la guerra”, que era el lema de entonces. Había bastante gente que venía de haber vivido experiencias en la India, todos buscando maestros que les enseñasen el camino de la Verdad. Yo misma leía a Carlos Castaneda que hablaba de una manera nueva para mí y me ayudaba a descubrir unas posibilidades de entender la vida más allá de lo que mi mente podía imaginar y que entonces tomé casi como un libro sagrado. Comenzaba a hacerme consciente de quién era y a darle un sentido a mi vida.

Una mañana, cuando mi hija ya estaba en el colegio, mis ojos vieron de manera nueva lo que miraban todos los días; y vi las trampas que se escondían bajo la afable y reposada vida de la isla.  Justamente me encontré con una norteamericana que, sin llegar a ser amiga, había entre nosotras una gran corriente de simpatía y entendimiento, aunque distanciadas por ser nuestros mundos muy diferentes ya que ella era una mujer muy vapuleada por el alcohol, yo la consideraba una gran mujer y muy valiosa.

El encontrarla en medio de la calle  esa mañana soleada, el verla venir hacia mí, ya borracha a esas horas, percibí el tormento de su vacío  y soledad y me asusté mucho de que yo pudiese también caer en esa trampa.

Ya sabéis lo impulsiva que soy. Sin madurar ni calcular los pasos. Sin detenerme a pensar en nada en absoluto, me vi yendo en busca de mi hija al colegio -era la fiesta de fin de curso- y envuelta en el mismo impulso, hice las maletas y me marché de la isla para siempre.

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