
Dejemos atrás nuestra mente infantil y borremos todas las decepciones vividas de un plumazo, entonces habremos madurado. La decepción del enamorado que puso su felicidad en manos de otro. La decepción del hijo y sus grandes expectativas de tener unos padres perfectos. La decepción del creyente cuando Dios no respondió a sus plegarias.
Con la observación de uno mismo uno se vuelve más calmo: dejar de pedir, dejas de planear el futuro fantasiosamente, deja de quejarse, de dudar, de justificarse. Realmente, siendo observador de uno mismo, te haces más consciente de los actos inútiles y comienzas a deshacerte de todo eso que te impide ser tu mismo y de que, sin darte cuenta, ha ido formando una costra alrededor de tu corazón.
Siendo observador de uno mismo, además de colocarte en tu Presente, hace que el horizonte se alargue. Que la Mente se eleve. Y que los cinco sentidos se muevan hacia el interior, iluminando y activando los centros energéticos que están a lo largo de nuestra columna vertebral. Todo con el fin de seguir evolucionando como seres humano; dignos, impecables, honrados.
Y es así, cuando ya hemos integrado a nuestra cotidianidad el ser observadores y coherentes con nosotros mismos, cuando sentimos fehacientemente que somos un Alma y un Espíritu, eventualmente en un cuerpo físico, en el planeta Tierra, en la Galaxia de la Vía Láctea.

