
Toda mi preadolescencia y juventud la viví desde una mente atormentada, desde la sensación de que nadie me quería, desde el sentimiento de que sobraba, que no me querían porque yo no tenía mérito alguno y me preguntaba una y otra vez qué me faltaba, qué tenía que hacer para que me quisiesen. Qué estaba mal en mí.
A la vez, y ahí nacía el conflicto, es que muchas personas de mi alrededor y la vida misma me parecían miserables. Me sentía torpe, siempre fuera de lugar. La vida me parecía vulgar, banal y el círculo en el que me movía -en el trabajo y en la familia- era tan insulso, tan hipócrita, tan vacío, que me hacía caer en una apatía profunda, desesperanzada y sin energía para romper con lo que me separaba de otras realidades que ni me pasaba por la mente que pudiesen existir.
Yo vivía en un submundo del que no sabía cómo sacar cabeza y poder coger aire. Y me decía a mi misma: «Si acaso tengo que sucumbir lo haré dignamente, no sintiéndome acabada sino habiendo descubierto que vivir vale la pena».
Siempre en la búsqueda pero sin saber qué buscaba. Siempre a las andadas pero sin tener un mapa que me guiase. Mi realidad estaba desfigurada por tanta neblina mental, siendo incapaz de sincerarme conmigo misma. Callé mi Alma y mi corazón más de la mitad de mi vida. No hay nada peor que el auto-engaño y el victimismo.
Yo misma saboteaba mi intuición. Me ha llevado muchísimos años reconocer mi ignorancia. Pero en el fondo no estaba del todo equivocada; efectivamente existen otras dimensiones de nuestro Ser. He tenido que escalar alto y dejar atrás todo lo que creía que era yo. ¡Nada que valiese la pena! ¡Somos mucho más!
Me di cuenta de que no sólo se trata de desear ser feliz y tener una vida plena. Lo más importante para mi ha sido el crear con firmeza la paz interior, el sentirme bien conmigo misma desde la certeza de saber quien soy. Y a partir de ahí, de esa seguridad en mi misma, crear mi propio camino.
