
Tenía ante mí un mar sin sol debido a la indiferencia de la raza humana.
Las olas, iban y venían reflejando la apatía y dejadez del mundo.
En lo alto del acantilado había una plataforma de cemento donde la gente se paraba a mirar sin hacerse conscientes de la enormidad de su insensibilidad e indolencia. Y es que, desde ese estado de egoísmo e inconsciencia, sólo veían su diminuta realidad.
De vez en cuando surgían olas de Luz y unos pocos las reconocían y se maravillaban de ellas, haciéndoles recordar y reavivar su condición humana profunda.
Otros, bajaban a las rocas para refrescarse en el agua y reían sintiéndose audaces. Y otros, muy pocos, meditaban, con la intención de conectar con el espíritu del Océano. Captaban lo inconmensurable del momento; lo absorbían, lo libaban desde la respiración consciente, haciendo crecer la vibración y frecuencia de todo el lugar, para que todos se beneficiasen.
Se trataba de la energía del AMOR que una vez más aparecía para que despertásemos de nuestro letargo.
